Guerra de Malvinas. / 1982
No fue el 3 de enero de 1983 -cuando iban a cumplirse 150 años de la usurpación- sino el 2 de abril de 1982. Ese día la dictadura militar argentina precipitó una guerra absurda por unas islas "demasiado famosas", según el célebre poema alusivo de Jorge Luis Borges (ver Cultura 1986), escrito en 1982, poco después del conflicto. El 30 de marzo la Plaza de Mayo había sido epicentro de una movilización de protesta sindical, con dura represión en las calles adyacentes a las columnas que pretendían alcanzar el histórico predio en respuesta a la convocatoria de la CGT que conducía Saúl Ubaldini. Pese a la falta de cohesión interna y al imperio de la fuerza como única razón de gobierno, el régimen que todavía preservaba el nombre de Proceso de Reorganización Nacional, llevó a la Argentina a esa guerra contra una potencia (Gran Bretaña), a su vez aliada con otras potencias (la OTAN) y respaldada por una superpotencia como los Estados Unidos. Esta decisión -que no puede verse como un arrebato, sino que vino concibiéndose desde antes de que Galtieri asumiese formalmente la presidencia- fue posible por el peso de una cultura relacionada con el ejercicio del poder en la Argentina. En este caso, el poder de una cúpula militar y la escasa gravitación para oponerse de cualquier otro sector público o privado. Sólo porque unos pocos -el triunvirato de la Junta militar- creyeron que podían dar sin mayores consecuencias un golpe de efecto en la relación con Gran Bretaña, la idea cobró forma con una celeridad ausente en otros campos de gobierno. La muerte que había cubierto el país de cuerpos acribillados por la acción de la guerrilla y del terrorismo de Estado, adquiría a partir del 2 de abril una dimensión a escala mundial, a la que contribuiría Margaret Thatcher, la premier británica "y de un napoleónico don de mando", como la describiría después un protagonista por la paz frustrada como fue el entonces presidente peruano, Fernando Belaúnde Terry. Todo comenzó aquella madrugada del 2 de abril con la ocupación militar de las islas Malvinas y, con ello, una guerra inesperada para quienes -esos pocos- eran los responsables de la decisión. Unos cuatro mil hombres de la infantería de la Marina y del Ejército tuvieron rápidamente el archipiélago bajo control. Fue una operación encarada con control de las acciones: la única víctima fue el capitán de corbeta argentino Pedro Giachino; el gobernador inglés Rex Hunt y las escasas fuerzas locales fueron reducidos. La noticia causó conmoción: las tropas habían desembarcado en Port Stanley, rebautizado como Puerto Argentino. Esa operación interrumpía 149 años de un control absoluto de las islas por parte de los ingleses y sus descendientes. Es decir, se quebraba esa tradición impuesta por la fuerza en 1833 cuando los ingleses arrebataron el archipiélago a un incipiente país nacido formalmente en 1816. Las islas no eran otra cosa que un punto de apoyo en la política del dominio mercantil de los mares. Un profundo y legítimo sentimiento -de compleja comprensión para cualquier mirada europea- se sacudía en el corazón de un pueblo que tiene en el nombre de Malvinas la búsqueda incansable de una soberanía jamás fue reconocida en las eternas negociaciones diplomáticas con Londres. Por primera vez, la bandera argentina había sido izada en las Malvinas el 6 de noviembre de 1820, un acto que resalta la importancia en sí mismo debido a la profunda anarquía que había en el país en esas etapas inmediatamente posteriores a la declaración de la Independencia. Salvo por Augusto Pinochet, en Chile, como mucho después se conocería, América latina correspondió a los sentimientos argentinos, más allá de la dictadura militar que soportaba. Por eso hubo una natural manifestación de apoyo a una acción que, de haber consistido en una ocupación simbólica y de corto plazo, no hubiera derivado en las graves consecuencias que tuvo. Si la decisión de ocupar las Malvinas fue una irracionalidad, la de esperar la llegada de la poderosa flota británica, protegida por los Estados Unidos, fue equivalente a un acto letal, al que contribuyó la propia Thatcher. Las tropas argentinas, mal entrenadas, mal equipadas y con un armamento muy inferior al de los británicos, enfrentaron desde el 1º de mayo de 1982 esas fuerzas superiores. "Los chicos de la guerra", soldados conscriptos recién salidos de la adolescencia, llevados a una lucha con profesionales en esas tierras en las que también mataban el hambre, el frío y el olvido. Junto a ellos, militares dignos que dieron su vida por una causa y también militares sospechados de torturar, violar, robar, matar y hacer desaparecer argentinos. Hubo acciones llenas de heroísmo en el bautismo de fuego que tuvo la Fuerza Aérea Argentina y acciones espectaculares como el hundimiento por parte de la aviación naval del destructor "Sheffield" y la fragata "Antelope". También hechos ruines, como el hundimiento del crucero General Belgrano, el 2 de mayo, cuando se hallaba fuera de la zona de exclusión y avanzaba una gestión de mediación de Fernando Belaúnde Terry, a través del secretario de Estado estadounidense, Alexander Haig. En esta guerra, una Thatcher que tenía severos problemas internos por su plan económico ultraconservador, usó en su beneficio el redivivo espíritu imperial de los tiempos de la Reina Victoria, y jugó con más seguridad de triunfo el todo o nada que le terminaría planteando Galtieri. La guerra le permitió ganar la elección y preservar su cargo. "Hemos dejado de ser una nación en retirada", se ufanaría después. Thatcher no dudó en enviar de inmediato una "task force" ( "fuerza de tareas"), compuesta por 25 mil hombres y cien navíos. Entre ellos, el "Queen Elizabeth II", con tres mil infantes y el "Atlantic Conveyor", de 18 mil toneladas, blanco de un misil argentino, además de los portaaviones "Hermes" e "Invincible", este último con el príncipe Andrés a bordo. El 14 de junio, después de una rápida visita del papa Juan Pablo II, que no influyó en la decisión final, sino que vino a preparar espiritualmente al pueblo argentino acerca de lo inminente, el general Mario Benjamín Menéndez -para quien la guerra fue un pasajero destino como gobernador- dispuso la rendición de las fuerzas. Hubo más de 700 muertos, muchos de ellos conscriptos, además de 1.300 heridos y 11.000 prisioneros. La derrota hundió al Proceso: Galtieri renunció, lo reemplazó Reynaldo Bignone, un militar retirado y el general Benjamín Rattenbach fue elegido para presidir una comisión destinada a evaluar las responsabilidades militares durante la guerra. Su informe fue contundente: propuso la aplicación del Código de Justicia Militar con severas penas por el modo negligente en que se preparó y se encaró la guerra.
Fuente:CD HISTORIA ARGENTINA- CLARIN
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